septiembre 21, 1999

La ausencia del quid-pro-quo en el mantener el status quo

Una inmensa porción de todo el ordenamiento jurídico económico, que hoy día rige el comercio internacional, se encuentra dirigida a garantizar los derechos de la propiedad intelectual, sean éstos marcas, patentes o de otra índole.
En principio, no hay nada malo con lo anterior, pues suena lógico y justo que quien con trabajo haya logrado generar los valores, que tales bienes intelectuales representan, ciertamente debería ver compensado sus esfuerzos. De seguro, el mundo también habrá de verse beneficiado por todas las mejoras o satisfacciones que de ahí se deriven.
No obstante, debemos recordar que hoy la propiedad intelectual no se refiere, tanto a las creaciones individuales de un Benjamin Franklin, un Shakespeare o un Mozart, sino más bien representan, en su mayoría, propiedades corporativas, resultados de esfuerzos que han requerido de un gigantesco pool de conocimientos dominados, grandes técnicas de coordinación, inmensos capitales y un tremendo poder de difusión. En tal sentido, cuando hablamos de derechos de propiedad intelectual en verdad estamos hablando del derecho económico del status-quo.
Que el derecho económico del status-quo impere, no tiene nada de novedoso y mucho menos estoy buscando replantear un debate en términos ya superados, como los del Norte-Sur. Lo que sí me atrevo a preguntar es si un país como Venezuela ha logrado negociar un quid-pro-quo razonable, que le justifique firmar convenios internacionales, que sin duda son de mayor interés para el mundo ya desarrollado.
Para empezar, creo que la historia económica está llena de ejemplos, que demuestran la validez de la pillería como elemento de desarrollo. Un país que se encuentra en los peldaños inferiores de su desarrollo económico y que puede derivar beneficios de robar y copiar buenas ideas o marcas, no necesariamente debería renunciar formalmente a tal opción, sin nada a cambio. 
Como ejemplo, veamos el caso de un buen padre de familia, que no tiene con qué comprarle unos jeans Calvin Klein originales a su hijo, pero que sabe que con una copia puede satisfacerle. Si la copia cuesta la quinta parte del precio original, de verdad, pocos de nosotros vacilaríamos en recomendarle, en términos criollos, que “le eche pichón”. Por supuesto, en este sentido debemos recordar, que tampoco fue invento del padre, introducir en la televisión de su hogar, la campaña pro Calvin Klein.
Si en el ejemplo anterior, en vez de pantalones estuviésemos hablando de medicinas vitales, el argumento antes indicado sería aún más contundente.
Tampoco es fácil que, a corto plazo, Venezuela pueda generar sus Bill Gates criollos pero, probablemente, de lograrlo, le sería casi imposible evitar que éstos vendan sus inventos a los capitales del mundo desarrollado y hasta se muden del país. En fin, las perspectivas de que Venezuela logre equilibrar la balanza de comercio intelectual, se vislumbran como pobres.
En los Estados Unidos hoy trabajan dos millones de salvadoreños y un millón de guatemaltecos, quienes le producen a sus países de origen, mediante remesas familiares, ingresos que superan lo obtenido por la exportación de café. No es mi intención discutir lo negociado por otros países pero, de pronto, El Salvador y Guatemala tienen un quid-pro-quo que les satisface. 
En el caso de Venezuela, nuestros negociadores internacionales parecen haberse dejado convencer por los bellos cuadros, que les han pintado de una Venezuela próspera sobre las bases del turismo, la agricultura, la industria y servicios. A mí, esto no me convence. Como mínimo y antes de seguir discutiendo, Venezuela debería exigir que a su principal producto de exportación, el petróleo, que es su ventaja comparativa por excelencia, se le dé un tratamiento justo. 
Hoy, los gobiernos de la casi todos los países del mundo desarrollado, han decidido utilizar al petróleo y sus derivados como un vehículo para cobrar impuestos. Por ejemplo, en Europa durante este año hubo ocasiones donde si bien al consumidor se le cobraban Bs. 661 por litro de gasolina, sin embargo, al productor, aquél que tuvo que vender un activo no renovable, sólo se le entregaban unos míseros Bs. 68, apenas un 10% del precio. El distribuidor, por su parte, recibía 42 Bs. (un razonable 6%), mientras que el Fisco Europeo confiscaba Bs. 552, un obsceno 84%.
Los Bs.552 cobrados por el Fisco, al compararse con los Bs. 68 recibidos por el productor equivalen, para todos los fines prácticos, a un arancel comercial superior al 800%. Sin duda, de no aplicarse estos impuestos, el productor petrolero sencillamente vendería más petróleo a mejores precios. Para Venezuela, esto pudiera fácilmente significar más de US$ 15.000 millones anuales. ¡En menos de dos años pagaríamos la deuda externa total!
Hay que ver lo que en Venezuela habría que trabajar para generar vía el turismo, la agricultura, la industria y los servicios, un monto similar al antes mencionado. Y que no vengan con el cuento de que todo es para salvar a Venezuela de un amoral rentismo. La protección de la propiedad intelectual tiene el mismo origen, el defender la renta.
No hay derecho que Venezuela coopere, sin pelear, en remunerar los bienes intelectuales, fruto de ideas renovables, cuando a ella se le reconoce sólo una fracción del valor de sus activos no renovables. Por favor, antes de que sólo nos quede la opción de negociar unos cuantos millones de visas de trabajo en el extranjero a favor de nuestros ciudadanos .... ¡Vuelvan caras!