¡Qué horrible debe ser trabajar como controlador aéreo! Cualquier pequeña equivocación puede provocar una horrible tragedia humana. Con razón dicen que estos profesionales se “queman” rápido. Supongo que algo parecido debe pasarles a los calificadores de riesgo soberano… aquellos que con su cuidadoso juicio dictaminan el riesgo país.
La importante labor de las calificadoras de riesgo tiene dos funciones. La primera, aquélla por la que se les paga, consiste en analizar si el deudor puede o no honrar su deuda, lo que determina si los fondos de pensión, bancos y empresas de seguro invierten o no en los papeles de ese país. La segunda función, más importante aún, consiste en transmitirle al gobierno deudor señales, que lo ayuden a mejorar su gestión.
¡Qué tarea más difícil la de los calificadores! Si se les pasa la mano y subvalúan el riesgo del país, éste seguro será inundado de préstamos y endeudado hasta el tequeteque, para luego tener que enfrentar una ola de ajustes. Si por el contrario, exageran el riesgo país, ello por sí solo puede causar una baja en las cotizaciones de la deuda, aumentar el costo de intereses para el país y dificultar su acceso a los mercados financieros, hasta el punto que la equivocación inicial, podría terminar siendo verdad. En todo caso, cualquier extremo suele acarrear hambre y miseria humana.
¡Qué pesadilla ser calificador! Imagínense tratar de conciliar el sueño, pensando en la posibilidad de que un Juez, de los nuevos, que globalmente se inmiscuyen en todo, olfatee y determine que la quiebra de un país se debió a una equivocación o descuido suyo y proceda contra él por delitos de lesa humanidad. Si la responsabilidad de calificar a países soberanos fuese mía, buscaría asegurar un proceso totalmente transparente, aún cuando ello levante algo el velo de sofisticación de la profesión y me obligue a sacrificar parte de mi propio valor de mercado.
¡Qué suerte la nuestra, que no somos ni controladores aéreos, ni calificadores de riesgo soberano! Aún así, por cuanto podríamos ser víctimas de una de sus equivocaciones, aunque sea por instinto de sobrevivencia, nos conviene asegurarnos que ambos hagan bien su trabajo.
En recientes reportes de país observamos que luego de haberse introducido en una caja negra metodológica, producen finalmente, como por arte de magia, una calificación crediticia. Muchos de estos reportes me lucen similares a las críticas de películas, porque percibimos más el gusto personal del calificador por la manera de como los directores de un país buscan honrar sus compromisos, que un estricto análisis financiero de fondo sobre la capacidad que tiene o no el país de servir su deuda.
Lawrence Lessig, en su libro “El Futuro de las ideas”, sostiene que una época se marca, no tanto por lo que se debate, sino por lo que se da por cierto y no se debate. En tal sentido, al existir el riesgo de que el “riesgo país” se convierta en el principal riesgo del país, no creo que debamos asignarle tan alegremente un AAA a las calificadoras de riesgo.
La importante labor de las calificadoras de riesgo tiene dos funciones. La primera, aquélla por la que se les paga, consiste en analizar si el deudor puede o no honrar su deuda, lo que determina si los fondos de pensión, bancos y empresas de seguro invierten o no en los papeles de ese país. La segunda función, más importante aún, consiste en transmitirle al gobierno deudor señales, que lo ayuden a mejorar su gestión.
¡Qué tarea más difícil la de los calificadores! Si se les pasa la mano y subvalúan el riesgo del país, éste seguro será inundado de préstamos y endeudado hasta el tequeteque, para luego tener que enfrentar una ola de ajustes. Si por el contrario, exageran el riesgo país, ello por sí solo puede causar una baja en las cotizaciones de la deuda, aumentar el costo de intereses para el país y dificultar su acceso a los mercados financieros, hasta el punto que la equivocación inicial, podría terminar siendo verdad. En todo caso, cualquier extremo suele acarrear hambre y miseria humana.
¡Qué pesadilla ser calificador! Imagínense tratar de conciliar el sueño, pensando en la posibilidad de que un Juez, de los nuevos, que globalmente se inmiscuyen en todo, olfatee y determine que la quiebra de un país se debió a una equivocación o descuido suyo y proceda contra él por delitos de lesa humanidad. Si la responsabilidad de calificar a países soberanos fuese mía, buscaría asegurar un proceso totalmente transparente, aún cuando ello levante algo el velo de sofisticación de la profesión y me obligue a sacrificar parte de mi propio valor de mercado.
¡Qué suerte la nuestra, que no somos ni controladores aéreos, ni calificadores de riesgo soberano! Aún así, por cuanto podríamos ser víctimas de una de sus equivocaciones, aunque sea por instinto de sobrevivencia, nos conviene asegurarnos que ambos hagan bien su trabajo.
En recientes reportes de país observamos que luego de haberse introducido en una caja negra metodológica, producen finalmente, como por arte de magia, una calificación crediticia. Muchos de estos reportes me lucen similares a las críticas de películas, porque percibimos más el gusto personal del calificador por la manera de como los directores de un país buscan honrar sus compromisos, que un estricto análisis financiero de fondo sobre la capacidad que tiene o no el país de servir su deuda.
Lawrence Lessig, en su libro “El Futuro de las ideas”, sostiene que una época se marca, no tanto por lo que se debate, sino por lo que se da por cierto y no se debate. En tal sentido, al existir el riesgo de que el “riesgo país” se convierta en el principal riesgo del país, no creo que debamos asignarle tan alegremente un AAA a las calificadoras de riesgo.