Hace poco, Camdessus, ex-director gerente del Fondo Monetario Internacional, declaró sin ruborizarse que “Nunca hemos forzado a ningún país a liberalizar sus cuentas de capitales. ¡Jamás!”
La declaración me pareció similar a la de un traficante de drogas, que inicialmente regala la droga para crear la adicción y luego, en su defensa, sostiene que jamás obligó a persona alguna a comprarla.
Las políticas del FMI para la época y que bastante protesté, se centraban en aumentar los impuestos, haciendo caso omiso a que el país se encontrara en una recesión y en imponer una política monetaria con exorbitantes tasas de interés. Como consecuencia, se agravó la recesión y se fortaleció artificialmente el bolívar, asesinándose así las oportunidades de inversión a largo plazo y atrayendo, debido a los inmensos rendimientos reales, capitales especulativos a corto plazo. Los capitales golondrina no sólo eran consecuencia directa de las políticas del FMI, sino que además su sola presencia era el principal indicador para medir su éxito.
Si hoy hay conciencia del daño que causan tales capitales, ¿por qué entonces no se hace nada? Como en tantos otros aspectos sostengo, que la causa de nuestra timidez para actuar se debe a un complejo de insuficiencia globalizadora, causada por tanto repetir el falso mantra de “Nos globalizamos o nos morimos”.
En 1983, después de la devaluación, cuando alguien le increpó a las autoridades acerca del por qué no habían puesto controles de cambio antes, se le respondió con un “para qué cerrar las puertas de los establos si los caballos ya se fueron”. Al respecto, considero que para controlar flujos especulativos, es mejor hacerlo antes de que entren al país y no después. Quienes crean que se puede ganar algo dejando entrar los capitales, para luego retenerlos contra su voluntad, no conocen de la materia. Para comenzar, el daño que causan esos capitales al entrar puede llegar incluso a superar el daño que causan al salir.
En cierta forma, Venezuela ha tenido la suerte de no haber contado, durante la última década, con la confianza en demasía del inversionista cortoplacista. En la presente coyuntura, cuando algo de racionalidad económica nacionalista puede nuevamente convertir a Venezuela en un Boccato di Cardinale, debemos asegurar que a la fiesta no se nos cuelen invitados poco deseados.
En tal sentido, sugiero establecer de inmediato reglas, impuestos o encajes especiales, que disciplinen la entrada de capitales a corto plazo. El momento puede también ser oportuno para que, con exoneraciones fiscales y programas de conversión de deudas, demostremos nuestro interés por las inversiones nuevas a largo plazo.
Al controlar el flujo de capitales, lo que más importa es su plazo y no su origen. Por esto, los controles también deben afectar al capital venezolano, que si bien tiene y siempre debe tener el derecho a poder salir, no debe tener el derecho de entrar cuando le dé la gana, sólo para aprovechar una coyuntura cortoplacista.
Amigos, no me he vuelto loco cuando en plena recesión, pretendo cerrar la puerta a capitales. Sólo busco asegurar que nuestro país logre atraer los capitales que le interesan, aprovechando además promocionar a Venezuela de la manera como se promociona algo verdaderamente bueno, es decir, como algo exclusivo cuyo acceso está restringido.